"Alguien tenía que haber
calumniado a Pucela K., porque sin haber hecho nada malo, fueron a detenerlo
una mañana". Once funcionarios habían detenido al susodicho allá por junio
del año pasado y, desde entonces, se encuentra inmerso en un procedimiento
futbolístico del que no sabe como salir, entre otras cosas porque no sabe como
entró. El caso es que el Pucela K no puede defenderse de algo que desconoce y
sus argumentos son vagos e inconcretos porque en realidad no sabe qué escribir
en el pliego de descargos. No deja de intentarlo pero, una y otra vez, sus
apelaciones chocan con instancias superiores que detienen todas sus
intenciones. Pretende alzar la vista y mirar a su alrededor, pero no ve más que
situaciones incomprensibles protagonizadas por los once burócratas que se
encuentran enfrente; busca ayuda en quien cree que puede ser un aliado, pero
tras cada escalón que sube se abre una nueva escalera. El fiscal que acusa sin
acusar debería vivir en el fútbol pero asienta su despacho en oscuras
buhardillas de las afueras.
Enfrentarse
al Elche tiene un poco de kafkiano: sus jugadores son soldados que ponen todo
su empeño en evitar que, lo que a priori, es un juicio futbolístico se
convierta en un combate de no se sabe qué. Bordalás, el jefe del batallón, se
encuadra en una de las escuelas de moda, la que tiene su principal exponente en
José Mourinho, caracterizada por despreciar los análisis tácticos para poner
todos sus huevos en la cesta de lo emocional. Sus mayores éxitos no parten del
fútbol, sino de la aplicación en este de las enseñanzas de Sun Tzu, el arte de
la guerra. Desgaste físico, dominio de los tiempos y los espacios, monopolio
del discurso. Sus rivales, los múltiples K, acorralados por sus dudas, perdidos
en el desierto, sin salidas, yerran en cualquier momento, instante que
aprovechan los bordalasianos para hincar el colmillo. Le pasó a Marc Valiente
cuando pensó que el oasis del descanso estaba a un paso. Nicki Billie le robó
el salvoconducto y el juez decretó el final de la primera parte de la vista
oral.
Tras la pausa algo cambió. Algo o todo, porque lo que ocurrió en el
campo no tenía nada que ver con lo visto antes ni con lo que nadie pudiera
haber presupuesto. En el relato futurista de los más optimistas cabía que el
Pucela K pudiera desmadejar el enredo, que al final el tribunal sobreseyera el
caso y que del partido pudiera salir airoso, pero lo que sucedió en los
segundos cuarenta y cinco minutos fue mucho más que eso. No era que el guion
pareciese escrito por otra persona, sino que el propio Kafka escribía otro de
sus relatos pero de atrás hacia el principio. Se trataba de La Metamorfosis,
pero en este caso el Pucela Samsa se levantó y al mirarse al espejo comprobó
que ya no era una extraña criatura, que se le había puesto cara de comerciante
de telas y que podría mantener ilusionada a su familia porque se veía
capacitado para llevar el salario del cual vivir. Es cierto que en cualquier
cambio, por brusco que parezca en apariencia, es necesario un tiempo de
adaptación para recuperar la destreza y a pesar de ser reconocible (de nuevo,
por fin) futbolísticamente no conseguía el toque sutil que definiese el
partido, una y otra vez el infortunio del milímetro evitaba el gol, pero
cuarenta y cinco minutos fue el tiempo necesario para que llegase la
transformación definitiva.
Al final el misterio no lo es tanto. Cuando coinciden en el campo Óscar
(¡qué larga se nos hizo su ausencia!) y Álvaro Rubio (¡qué incomprensible la
suya!) hasta el ser más amorfo toma forma de equipo de fútbol; más aun, si
Alberto Bueno muestra su verdadero potencial, ese que le permite hacer cosas
como las que hizo antes de regalar el gol a Javi Guerra, Jofre encuentra su
sitio y Sisi sigue siendo Sisi...
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