Acababa de sonar el timbre que daba por concluido el recreo.
De vuelta a las aulas, acelerados por la energía de la edad, remoloneando para
arañar unos segundos a la clase siguiente, atravesamos la pista de atrás de
baloncesto, a la que apenas hacíamos caso. Allí, un señor demasiado parecido a
mi padre –igual edad, misma altura, similar complexión, pelo negro, raya
marcada a la izquierda, patillas abriéndose paso, idéntica forma de vestir-,
demasiado parecido a cualquier padre de cualquiera de mis compañeros del San
Juan de Dios de Palencia, todos tan de pueblo como yo, hacía tiempo esperando
la comunicación de algún fraile. Curiosa expresión, cuando en realidad el
tiempo se deshace, nos deshilacha. “El padre de alguno”, pensé.