Después
de los partidos del Real Valladolid busco un escondrijo mental para evadirme y
escribir en la cabeza lo que luego traspaso a este papel. Muchas de las veces
esos momentos de mismidad se producen mientras voy sobre la bici. Los primeros
pedales ahuecan el cerebro para que, una vez vacío, se vaya llenando de
renglones. Hay días en que se escriben solos, otros hay que arrancarlos de
alguna parte. Ayer parecía uno de esos en que no se me ocurría la idea que
hilvanara lo que pretendía decir hasta que, a medio camino, la rueda delantera
perdió todo su aire. Me bajé, cualquiera que haya tenido un pinchazo lo
imagina, maldiciendo todo lo nacido y apoyé la bicicleta sobre una pared
decidiendo si iba o volvía. Miré la bicicleta, estaba tan guapa como siempre, con
la misma sonrisa generosa, con el mismo gesto que te dice que cuentes con su
compañía y que siempre muestra antes de emprender cualquier viaje. La seguía
mirando, cada pieza estaba en su sitio, su cuadro, su manillar, sus pedales;
nada hacía pensar que mi leal compañera no iba a poder ayudarte como de
costumbre. Un detalle, un nimio detalle, hizo que su rostro se entornara, que
te mirase con esos ojos que pone cuando no puede dar más de lo que por sí
acostumbra. Le faltaba el aire a una rueda, le faltaba todo.