Así, como quien no quiere la cosa, en solo un año, el primero de este
siglo, en España se pasó de construir doscientas cincuenta a quinientas
cincuenta y cinco mil viviendas. Más del doble. Sin saberlo se había inaugurado
la burbuja inmobiliaria. El resto de la historia es de sobra conocida aunque
las consecuencias no lo sean, más que nada porque solo el tiempo terminará por
ponerlas de manifiesto. Muchos son los análisis que se han hecho y muchas son
las causas apuntadas (la reforma de la ley del suelo, el ingreso en el euro, la
bajada de los tipos de interés, la relajación de las entidades financieras, el
mito que aseguraba que el precio de la vivienda nunca baja, la ausencia de una
política de alquiler...) que, sumadas, permitieron que se incubase la catástrofe
que marcará un antes y un después en la historia económica de España, una
enfermedad de la que -si se sale- será con el cuerpo magullado y, por supuesto,
distinto al que se tuvo antes del paso por el quirófano. En ese mientras tanto,
los dirigentes políticos alardeaban de esa aparente bonanza, esgrimían cuadros
estadísticos en los que España siempre estaba entre los países que más pitaban,
éramos, nos decían, la envidia del mundo mundial. Decía que el número de
análisis sobre las causas que generaron la burbuja tiende a infinito, pero
estos análisis, como el propio nombre indica, se realizaron una vez la burbuja
hubo estallado. Hasta entonces fueron muy pocos los que, cual Casandras,
alertaron de la que se avecinaba, pero el ruido impidió que se les escuchase. O
peor, si se les escuchaba se les reprendía, se les reprochaba su pesimismo, se
les llamaba aves de mal agüero y se les invitaba a sumarse al jolgorio. El caso
es que durante esa etapa ominosa pensábamos que éramos y no éramos, creímos que
teníamos y no teníamos. Las vacas que parecían gordas estaban impladas.