De pequeño aprendí una serie de nombres que enmarcaban a lo
grande la escasa realidad en la que me movía. Bien canturreando aquello de
“Rasueros, provincia de Ávila, partido judicial de Arévalo”; bien observando
que en el mapa de colores que colgaba de la pared de la escuela, Ávila estaba pintada
de amarillo como de amarillo aparecía teñida toda Castilla la Vieja. Un mapa en
el que aparecía Rasueros con punto y nombre escrito a bolígrafo, un punto tan
pegado a una raya que por poco no estaba teñido del verde de León. Cuando
pregunté al maestro, al cura, a mis padres, por qué esa línea estaba ahí, qué
nos diferencia de los de Rágama, solo entendí que ‘ellos son de allí y nosotros
de aquí’.