Nuestro trasiego vital deambula por un vasto territorio en
el que el tiempo parece detenerse tarareando ‘la vida es eterna en cinco
minutos’ o transmite la sensación de acelerarse al son de ‘veinte años no es nada’. Entre los años que
se suceden aparentemente iguales al anterior, amenazantemente idénticos al que está
por venir, de repente, asoma un instante que lo puede cambiar todo. Paradójicamente,
tiempo después, sentimos que esos años anodinos se pasaron volando y que el
parto de ese instante, el ínfimo tiempo que transcurre desde que rompe aguas hasta
que da a luz el resultado, no parece concluir.
Veinte años tiene mi hijo, veinte que han sido un suspiro. Un mes antes de su nacimiento me habían practicado una colonoscopia. En la consulta del especialista -con toda la calma del mundo porque Alicia, aprovechándose de la tripa de ocho meses, había sonsacado a la técnico que realizó la prueba que todo estaba en orden- se detuvo el mundo: