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Foto "El Norte" |
Incertidumbre, emoción, tensión, idas y venidas, propuesta
de marcar frente al riesgo de encajar… noventa eternos minutos, noventa minutos
fugaces, en los que el estado de ánimo oscila armónicamente acompasado al
movimiento de ese objeto -mimado por virtuosos, pateado por estibadores-
llamado balón. Nos estiramos y rugimos cuando la pelotita se aproxima a la
portería rival, nos encojemos y resoplamos cuando olemos el peligro en la
nuestra. Hasta que llega el gol, el instante sublime, y el juego se detiene. Mientras,
se signa una raya imperecedera en el marcador y los festejos -o lamentos, en simétrica
correspondencia- brotan instantáneos, como un acto reflejo colectivo. Así era
hasta hace nada. La llegada del VAR ha trastocado esta dinámica prolongando el
estado de incertidumbre. De repente, el gol o su preámbulo el penalti se han
convertido en un movimiento de dos tiempos: el primero, cuando ocurre; el
segundo, cuando se certifica. Dos tiempos en los que conviven cuatro
potenciales efectos.
El mejor de los casos, claro, cara y cara. Gol de Guardiola.
La fuerza de la emoción no frena la celebración aunque sepamos que aún no es;
el alivio de la confirmación nos impulsa a un nuevo festejo.