A la generalización del uso de cualquier avance le acompaña siempre un
elenco de servidumbres que, en muchos de los casos, exigen otros nuevos
avances. Nadie (o casi) discute que el coche aporta posibilidades que
sin él no podríamos imaginar. Pero su uso generalizado, además de las
contraindicaciones obvias, ha modificado hasta la estructura de las
ciudades. Ahora los espacios de ocio, las áreas industriales, las
grandes superficies comerciales, los hospitales...están completamente a
desmano. En estas grandes ciudades, los diseños se plantean con la
certidumbre de que, quien más, quien menos, tiene un coche disponible.
Las menos grandes, efectos del mimetismo, imitan a sus hermanas mayores.
El coche ha pasado de herramienta a arquitecto urbanista, de opción a
necesidad. Otro tanto ha pasado con la alimentación. La industria ofrece
una serie de productos que han arrinconado en el frigorífico a los que
antaño eran la sota, el caballo y el rey. El bocadillo de chorizo (sin
cortar en lonchas) ha ido perdiendo protagonismo ante la invasión de la
mortadela o el pan de molde. Las meriendas de la chavalería actual se
parece mucho a la dieta que nos (im)ponían nuestras madres cuando
estábamos enfermos. Masticar la carne de animales engordados de forma
artificial exige mucho menos esfuerzo del que nuestro organismo puede
realizar. A los dientes, por ejemplo, no se les pide el trabajo para el
que se han ido preparando a lo largo de miles de generaciones de homo
sapiens, tienen mucho tiempo para bailar y terminan en cualquier lugar
de esa pista llamada boca. Las ortodoncias se ven obligadas a recolocar
unas piezas desubicadas por los desmanes de la pechuga de pavo.