Efectivamente, ese balón se ahogó en el pozo. Bien podía
valer para completar la cena diaria, pero la caída lo desbarató. Para llegar ahí, hubo mucha tela que cortar. Se estuvo a
punto porque, con todo en contra, los blanquivioletas desmintieron los
catastrofismos. Y no llegó en mejor disposición a ese postrer minuto por culpa
de un mal árbitro, uno de esos que se deja arrastrar por la cobardía. Eso se
palpa en los pequeños detalles, se intuye porque hace aspavientos al toro a
medio metro de la barrera, en la primera parte, donde aún no hay riesgo. Después,
obligado a salir a los medios, el miedo le atenazó desequilibrando la balanza.
Como el que amenaza pelea con un ‘agárrame que le mato’, decidía apocado con
mirada de ‘echao pa’lante’. El penalti, al límite; la expulsión no hay por
dónde cogerla. Ni se acercó para cotejar. Valiente es poner en riesgo tu
decisión y, de haberlo, asumir el error.
Por esta gallina en el pozo, en vez de llanto, hubo rabia. Pero el aficionado del Pucela se calienta diez minutos, que es como echar los dioses en el bar, y luego calla y rumia. A malas, se acordará siempre, pero el ruido se desvanece enseguida. Castellanismo.