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¡Qué tiempos aquellos los de la hipocresía! Aquellos buenos
tiempos en los que, para sentirse socialmente respetado, era necesaria la
consciencia de las propias miserias que todas las personas albergamos, era
imprescindible esconder detrás de la palabra los comportamientos a los que la
debilidad humana nos arrastraba, era indispensable una referencia básica,
mínima, comúnmente aceptada, sobre lo
que se entendía por buen hacer. Los eufemismos se convertían en el verbo amable
que pretendía revestir de dignidad lo que tenía poco de digno; la preposición
‘pero’ merodeaba en las conversaciones tratando de unir el proceder con la
palabra. Tras, sea por caso, un ‘no soy racista, pero…’, justificase esto lo
que justificase, se dejaba claro que el racismo era una actitud
despreciable.