Cuando llegábamos a
casa con alguna brecha, echábamos la culpa a otro de haber dado inicio a una
pelea que nosotros, buenecicos que éramos, nunca hubiésemos empezado. Nuestras
madres, mientras tiraban de mercromina, nos miraban con cierto desdén y usaban
siempre el mismo latiguillo inculpatorio: dos no se pelean si uno no quiere. En
parte no les faltaba razón, pero solo en parte. En primer lugar, porque si uno
hostiga lo suficiente no hay fuerza humana que evite la colisión y, sobre todo,
porque siempre somos capaces de ver ese hostigamiento que nos justifica y nos
permite aparecer, ante los demás y ante nosotros mismos, como seres beatíficos
que hicimos lo que no nos quedaba más remedio que hacer. Cabe otra posibilidad:
saber que hay alguien que se siente molesto por algo de lo que nos acusa y
negar la mayor diciendo que no ha pasado nada. El otro recalcará la ofensa y
nos negaremos a hablar con él, porque insistiremos en que lo que dice es falso,
que no hay conflicto alguno. Pero lo hay, sea cierta o falsa la acusación,
desde que alguien cree que tiene motivos para plantear un conflicto, el
conflicto existe, y negarlo solo impide una solución pacífica y serena.