Estamos en un
pueblecito de Aragón en 1937. Una campesina humilde, ya entrada en años, charla
en la calle con unos milicianos de la CNT. Estos le están explicando los planes
para crear una colectividad en el municipio. Tras escuchar atentamente y con un
rostro que mostraba el agrado por lo que oía, la mujer les responde tajante:
“Pues me parece muy bien, así, entre las pocas tierras que tengo, y las que me
toquen en el reparto, viviré mucho mejor”. Los chavales echaron unas
carcajadas, se miraron entre ellos y empezaron de nuevo con la explicación. No
recuerdo si este diálogo que vaga en mi cabeza llegó a través de la escena de
una película que tengo olvidada o del pasaje de algún libro del que no consigo
acordarme. Pero la respuesta de la buena mujer me viene de tanto en tanto a la
memoria, porque últimamente, sobre todo cuando en una conversación o en una
charla aparecen determinadas palabras asociadas a valores, escucho reflexiones
similares con más frecuencia de lo que pudiera parecer. Solidaridad, soberanía,
libertad, igualdad y otras tantas palabras han debido de perder la doble
dirección en algún punto del camino y, cada vez más, ya digo, se arrojan para
recibir y se olvida el camino de vuelta. Cierto es que la situación económica
de una parte importante de la población española, como del propio estado, no es
precisamente halagüeña; pero no es menos cierto que, puertas afuera, es peor en
la mayoría del mundo. Sin embargo, esta realidad ha desaparecido de los
discursos, programas y conversaciones. Se tacha a Alemania de insolidaria con
los países del sur de Europa, pero no se plantea que nosotros lo seamos con los
de más al sur. Denunciamos la pérdida de soberanía, pero olvidamos la soberanía
que nuestro estado o las empresas de aquí hacen mermar en otros territorios.
Aspiramos a modelos como los nórdicos sin percatarnos de que solo son viables
si existe en paralelo una periferia a la que esquilmar recursos.