lunes, 22 de diciembre de 2014

BUENA CARA, PERO...

Hipócrates, aquel médico de la Grecia clásica autor, según la tradición, del texto de buenas prácticas sobre el que juran los profesionales de todos los ámbitos de la salud, fue el que acuñó el término aforismo para referirse a cualquier sentencia breve y doctrinal que se proponga como regla. Muchos de ellos los utilizamos con frecuencia en nuestras conversaciones porque vienen al pelo para sentenciar sobre un hecho que acaba de suceder y del que pretendemos extraer una conclusión generalizable, aunque lo cierto es que esas reglas generales no soportarían la prueba de ser frotadas con el algodón de la realidad. Todos hemos escuchado, por ejemplo, que nadie es profeta en su propia tierra, pues este mismo aforismo fue desmentido por el propio autor. Según el Evangelio de Mateo, Jesús fue a su ciudad y allí se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: ¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso? Y desconfiaban de él. Jesús les dijo: Solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el propio Jesús, según cuenta ahora Juan, partió hacia Galilea -su tierra-. Iba con cierta precaución porque él mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua.

lunes, 15 de diciembre de 2014

FRESA, CAMPANA, LIMÓN


Había salido de su barrio buscando un bar fuera de su ámbito, pero aun así miraba de reojo hacia la puerta, pendiente de las personas que pudieran entrar, no vaya a ser que alguno le conociera y tuviera que mentirle: es solo la vuelta del café, aquí estoy haciendo tiempo que he quedado, ya me iba. Al cabo de un rato, embebido por la musiquilla, cegado por las luces que iban y venían, aislado entre las paredes del miedo y la ansiedad, triste, hundido, sintiéndose indigno, solo era capaz de mirar de frente, campana, campana, naranja. A primera hora pensaba ganar unas monedillas, poco después se conformaba con recuperar las que ya había lanzado por el precipicio, más tarde se resignaba a atenuar las pérdidas, al final, casi siempre, salía del bar y caminaba camino a casa cabizbajo, espantando los fantasmas que daban vueltas en su cabeza, fresa, siete, limón, jurándose que nunca más. Pero ese nunca más solo duraba hasta que en el bolso volviera a haber un poco de dinero y vuelta a empezar. Venga, solo unas monedillas, se decía, yo controlo. Cinco euros, otros cinco para recuperar los cinco perdidos, diez para recuperar diez y así, naranja, limón, campana, hasta vaciar de nuevo la cartera, salir del bar, caminar cabizbajo y jurarse por enésima vez que esta sí que sí , fresa, fresa, limón, sería la última. La última, se repetía mientras se secaba las lágrimas que vencían al pudor y terminaban recorriendo su rostro angustiado que intentaba levantar buscando un poco de dignidad que le permitiera seguir caminando. La última, se insistía pesadamente mientras maldecía aquel día, aquel primer día, en que, sin saber por qué, se acercó a la puñetera máquina con una moneda de cien pesetas en la mano. Cien pesetas que, campana, campana, campana, se convirtieron en dos mil quinientas y todo el monte es orégano. Un golpe de fortuna que fue el inicio del camino a la perdición. Cien pesetas al día siguiente, otras cien para recuperar las cien perdidas, doscientas…y otro día y otro.

lunes, 8 de diciembre de 2014

PUEDE SER PEOR

Somos demasiado dados a los superlativos, tanto por exceso como por defecto, sobre todo por defecto. «No se puede hacer peor», dicen que una vez dijo un profesor a uno de sus alumnos tras mostrarle el examen corregido. «¿Que no? Deme tiempo», replicó el chaval. En cualquier conversación de las de últimamente, cuando alguien insinúa que la cosa puede empeorar, nunca falta quien responde que no es posible, que la situación es tan mala que no se puede estar peor. Pues sí, es posible, basta con mirar alrededor o leer algún libro para darse cuenta. En la carrera del mal siempre existe alguien o algo que supera cualquier límite. Vean, si no, el caso que me cuenta Javier Yepes, mi vecino de este patio de papel. Manuel Delgado Villegas, más conocido como el Arropiero, pasa por ser el mayor asesino en serie de la historia negra española. La desaparición de Antonia Rodríguez, una mujer con quien se le relacionaba, le condujo a comisaría para un simple interrogatorio. Sin más, el Arropiero empezó a desgranar su historial de los últimos años: llegó a relatar hasta cuarenta y ocho crímenes además del de la propia Antonia. Los boquiabiertos policías no daban crédito a tanta muerte; de hecho, transcurridas las investigaciones, llegaron a la conclusión de que ese número era muy exagerado y que, todo lo más, había asesinado a veintidós. ¿Podía haber alguien con un historial más macabro? Lo había, y el Arropiero lo pudo saber. Escuchando una emisora de radio que relataba pormenores de su historia, descubrió que en México hubo otro que había asesinado más que él. Nuestro protagonista se indignó, se dirigió a los policías que lo custodiaban y les dijo: «Denme 24 horas y les aseguro que un miserable mexicano no va a ser mejor asesino que un español».