Ni en Valladolid ni en ninguna ciudad del entorno se detiene
uno por la calle señalando a sus ricos, ni genuflexo nadie a su paso se postra
clamando por una dádiva. Ya no existen ricos. Bueno, va, sí, claro que sí
existen, pero son ricos de tercera: ni asustan ni se les rinde pleitesía, no
como los que, con solo su nombre y apellido, infundían -ellos dirían ‘respeto’-
miedo. Los dueños, los grandes dueños, se han alejado. El sistema económico,
centrípeto y centrífugo por definición, acción y reacción, concentra y expulsa.
Las tomas de decisión, distantes, ya digo, y ajenas, imponen el devenir.
Algunos tractores sustituyeron la tierra por el asfalto. Piden explicaciones. La voz que llega, conserjes disfrazados de políticos, se excusa como el conductor de ‘Las uvas de la ira’: “No soy yo. Yo no puedo hacer nada. Pierdo el empleo si no sigo órdenes”. Brazos en jarra, gritos, ruido, pero brazos en jarra: “A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre”. Las quejas, las mismas de antaño.