miércoles, 7 de abril de 2021

MEDITACIONES DE ALDEA

Poco le costó a Julio conquistar Rasueros. Tan es así que, tiempo después, a su entierro en la lejana Asturias acudió una buena comitiva. Y eso que, cuando llegó con la etiqueta de ‘el nuevo cura’, su apariencia provecta pudo dar lugar a odiosas asociaciones. Tras experiencias efímeras o sacerdocios inconclusos de jóvenes, aterrizaba uno de la generación del don Rufino de antaño al que tan indigesto le resultó el Concilio. Nada tardó, ya digo, en demostrar que era de otra pasta: su tono suave, su sonrisa permanente y su afán comprensivo cautivaron a la feligresía aunque solo fuera por oposición a la bronca permanente y el gesto tosco del anterior referido. El “qué bien habla” se expandía con orgullo desde la salida de misa. Cuando me llegaba el eco, preguntaba, con la malicia y el punto de soberbia del descreído juvenil, que qué había dicho. “Ay, hijo, no sé, pero qué bien lo dice”. Se puede pensar que si el auditorio no era capaz de hacer un resumen, sus enseñanzas valdrían de poco. Pero no. Su verbo macerado, sus reflexiones profundas, calaban. Tal vez porque la coherencia gestual permitía que se comprendiera su palabra sin entenderla.