Poco le costó a Julio conquistar Rasueros. Tan es así que,
tiempo después, a su entierro en la lejana Asturias acudió una buena comitiva. Y
eso que, cuando llegó con la etiqueta de ‘el nuevo cura’, su apariencia
provecta pudo dar lugar a odiosas asociaciones. Tras experiencias efímeras o sacerdocios
inconclusos de jóvenes, aterrizaba uno de la generación del don Rufino de
antaño al que tan indigesto le resultó el Concilio. Nada tardó, ya digo, en
demostrar que era de otra pasta: su tono suave, su sonrisa permanente y su afán
comprensivo cautivaron a la feligresía aunque solo fuera por oposición a la
bronca permanente y el gesto tosco del anterior referido. El “qué bien habla”
se expandía con orgullo desde la salida de misa. Cuando me llegaba el eco,
preguntaba, con la malicia y el punto de soberbia del descreído juvenil, que
qué había dicho. “Ay, hijo, no sé, pero qué bien lo dice”. Se puede pensar que
si el auditorio no era capaz de hacer un resumen, sus enseñanzas valdrían de
poco. Pero no. Su verbo macerado, sus reflexiones profundas, calaban. Tal vez
porque la coherencia gestual permitía que se comprendiera su palabra sin
entenderla.