Mete la mano en el
bolsillo con la triste esperanza de que haya alguna monedilla desnortada en el
fondo, algún miserable euro extraviado con el que poder decir que sí al
vendedor de los cupones. Lo hacemos casi como recurso porque sabemos que el
bolsillo esta roto, que aunque hubiera estado allí, siquiera por un despiste,
ya nos habría abandonado. Bien, pues no sabiendo ni cómo ni por qué, esta vez
la mano dentro del bolso intuye que algo metálico y circular se ha quedado enganchado
entre los hilillos del roto. Una sonrisa, un atisbo de ella, es la única
respuesta a la sorpresa. Con esa pinza que se recrea entre el pulgar y el
índice, y que en su sencillez esconde una de las claves de la evolución de los
humanos, levanta la moneda de la misma manera que el sacerdote exhibe la forma
después de consagrar.