Apenas había arrancado el año 1875, cuando por las calles de
Madrid, un joven, a lomos de su caballo, se abre paso entre una multitud que le
aclama. El entusiasmo no le cabía en el cuerpo, no en vano acababa de vivir
experiencias similares en Barcelona y Valencia. El que iba a ser proclamado rey
como Alfonso XII sentía en sus carnes que el pueblo le veneraba, que anhelaba
su presencia. Tanto era así que dio rienda suelta a su campechanía y descabalgó
de su montura para mezclarse con la plebe. Pie en tierra, confiado y feliz, se
dirigió a unas rapazas para mostrar su contento por tan efusivo recibimiento. A
una de ellas la algarabía no le había nublado la memoria y respondió: ‘Más
gritábamos cuando echamos a la puta de tu madre’. Y es que poco había transcurrido desde la
septembrina, la Revolución del 68 que había derrocado a Isabel II. Era tal el
hartazgo con la dinastía borbona que Prim, el Jefe del Gobierno encargado de
buscar un sucesor a la reina, había asegurado que: ‘Los Borbones, jamás, jamás,
jamás’. Cuatro años después de tan tajante aserto, un Borbón cabalgaba hacia el
trono.