Una
tarde, un grupo de pequeños
animalillos de diversas especies se reunió en un claro del bosque.
Llevaban tiempo preocupados por su supervivencia y decidieron compartir
temores y tomar medidas. Días antes, habían resuelto crear una escuela
para mejorar los conocimientos y capacidades de
todos ellos. Ahora tocaba acordar el plan de estudios y a ello se
pusieron. La ardilla tomó la palabra y propuso la escalada como
asignatura obligatoria pues a ella le era muy útil para procurarse
alimento y huir de los depredadores. Sería conveniente –prosiguió–
que los demás conocieseis los entresijos de este arte. El resto
aplaudió la propuesta. ¿Se apueba, por tanto? –preguntó el papagayo–.
No hubo votos en contra. Tomó entonces la palabra la alondra. Bien
vendría a todos saber volar, dijo. Es la manera más rápida
de desplazarse. Además, aunque haya alguna ave carnívora de la que
protegerse, estaríais a salvo de la mayoría de esos animales que están
deseando convertiros en su su pitanza. La propuesta fue igualmente
aplaudida y quedó aprobada la incorporación del vuelo
como materia curricular. En estas, el conejo expuso que, aunque sea
considerado algo propio de cobardes, correr y hacerlo deprisa es otro
gran recurso cuando de salvar la vida se trata. La carrera debía ser, de
la misma forma, materia obligatoria en el plan
de estudios. Aplaudieron de nuevo y de nuevo aprobaron la propuesta. El
barbo, que seguía el curso de la asamblea desde un manso riachuelo que
atravesaba el claro, glosó las ventajas de nadar. No hubo tampoco
incoveniente en incorporar el nado al listado de
materias. El día que empezaron las clases, el conejo fue adiestrado por
la ardilla y al final del día, a duras penas, consiguió subir al árbol.
Fue turno de la alondra que le explicó las nociones básicas del vuelo.
El conejo saltó de la rama, batió las cuatro
patas y hasta las orejas, pero por todo logro solo consiguió estamparse
contra el suelo con nefastas consecuencias. El día del funeral
decidieron clausurar la iniciativa.