lunes, 3 de abril de 2023

ESPERANDO LA RESURRECCIÓN

El fútbol es esencialmente injusto y por eso me apasiona. Lo es de partida, biológicamente podríamos decir. La naturaleza ha otorgado a los contendientes distintas capacidades, diferente nivel. Lo es por desarrollo, por un proceso asentado en unas dinámicas de concentración que establecieron diferentes escalas competitivas. Diferentes escalas que, a su vez, consolidaron las dinámicas de concentración. Una y otra vez. Los grandes clubes actúan como campos magnéticos con un enorme poder de atracción que empequeñece a todos los que les rodean. Los demás se limitan, mientras pueden, a sobrevivir. Lo es por extensión. Mientras el alcance de la mayoría no excede de unos cientos de kilómetros, el ámbito de repercusión –y con ello el potencial de captación de recursos, la capacidad de incidencia, la presencia en medios...– de unos cuantos abarca todo el orbe. Injustísimo. Injusto, además, porque permite ganar al peor, incluso al que peor lo hace: un golpe de suerte o un aguijonazo del infortunio pueden dictar sentencia y escribir el futuro. Y precisamente por eso no quito ojo al fútbol. No porque me atraiga la injusticia implícita que conlleva, sino porque empapado en ella se asemeja a nuestra poco meliflua realidad cotidiana. Los deportes que presumen de nobleza, aquellos en los que el peor es inexorablemente sepultado por las estadísticas del poderoso, me dejan frío, se me asemejan a escenarios de huida, a parajes irreales.