miércoles, 17 de agosto de 2005

PALABRAS

Cuando mugimos “gol” no nos ceñimos al significado de una palabra, participamos en una orgía, un orgasmo popular. Si bramamos “hijo de puta” al árbitro de turno no detallamos la profesión de su madre, buscamos un chivo expiatorio que absorba nuestras frustraciones. Las palabras se trascienden a si mismas, nos desnudan mostrando nuestras vergüenzas. Al brotar dejan de ser propiedad de quien las pronuncia y delatan oquedad por más que se expresen pomposas en sobadas liturgias, hipocresía  cuando difuminada su genealogía se convierten en cáscaras de lo que fueron, necedad, las palabras desamparan al necio, colonización con hedor a idioma muerto... pero también son la mielina que ayuda a expresar nuestros sentimientos, los músculos que transmiten la fuerza de nuestros pensamientos. Son el instrumento requerido para amenazar de muerte o declarar nuestro amor. Ese compendio de palabras y normas que integran un idioma conforman nuestra herencia y nuestro legado. Ni más ni menos que cualquier otro, tan digno como el de los sordos que reclaman su oficialidad.