lunes, 29 de septiembre de 2014

CUELLO, PATAS, ALAS

En aquellos tiempos, el pollo se comía los domingos y nunca se tiraba nada. Además, cuando se compraba, se compraba todo el pollo, sin poder elegir la parte que más nos gustaba descartando el resto; vamos, que no se podía comprar solo pechugas. Por aquel entonces, nuestras madres, sobre todo nuestras madres, nos mentían con tal convicción que solo acertamos a descubrir la trola años más tarde. Llegado el momento de servir las diferentes tajadas del ave, ellas, siempre ellas, repartían tratando de complacer los deseos de cada comensal. Cuando todos estábamos servidos y tocaba su turno, llenaban su plato con lo que había sobrado -cuello, patas, alas...- y, justo en ese momento, decían: «me habéis dejado lo más rico». A nosotros nos sorprendía ese gusto estrafalario, pero si ella lo decía así había de ser. Al fin y al cabo ¿quién va a dudar de la palabra de una madre? Llegaron otros tiempos, no me atreveré a decir que mejores, en los que la elección de tajadas se hacía ya en el supermercado, en los que llegamos a creer que los pollos estaban formados por muslos y pechugas. Hace algunos años, en pleno esplendor de la era Guardiola en el Barça, un jugador del Alavés -no recuerdo quién- dijo que el fútbol de los azulgranas estaba haciendo mucho daño al fútbol modesto, que cualquier aficionado iba a los campos de Segunda B o de Tercera -mal educado por lo que había visto a través de la tele- pensando que aquella manera de jugar era tan fácil como parecía y, por tanto, se enfadaba con sus equipos si no intentaban hacerlo de la misma manera. A tenor de los silbidos que se escuchaban en el campo, afirmaba aquel modesto jugador, daba la sensación de que los centrales estaban obligados a sacar siempre el balón jugado, de que dar un patadón era, poco menos, que un pecado mortal. El diagnóstico es de lo más certero incluso para los que escribimos. Deberíamos tener un poco más de mesura, pero el virus nos ha infectado y tras comer la pechuga televisiva de un control perfectamente ejecutado, el muslo de una jugada con varios pases al primer toque que acaba en ocasión de gol, nos resultan duros los cuellos, patas y alas propias de la Segunda División y, sin demora, cuestionamos el juego de nuestro equipo por no alcanzar ese mismo sabor o ser más áspero al contacto con el paladar. Así, valoramos poco que vayamos matando el hambre punto a punto y que, pechuga o cuello, nadie tenga más puntos que el Valladolid. Ayer volvió a ocurrir, lo que pudimos ver -que no fue mucho, ya saben, somos de segunda y la tele quiere manjares- no descubrió nada que no hubiésemos visto en los partidos anteriores: El juego de los pucelanos no enamora, el bloque se muestra vulnerable, pero los partidos van llenando el buche aunque sea con un puntito. Por si fuera poco, Bergdich, la tajada de este pollo que más nos desespera cuando juega de extremo, anotó el único gol vallisoletano. Y no sabes qué decir. A primera vista, su juego entre anárquico y barroco es un eslabón perdido que desconcierta a los propios, pero, quizá, por lo mismo, su caos desorganiza a los rivales. Quizá pedimos demasiado. Tal vez haya carne suficiente por más hueso que haya que roer.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-09-2014