miércoles, 24 de febrero de 2021

SIN CARICIAS

El gran acierto de ‘Pena de muerte’ (Tim Robbins, 1995) radicó en presentar al penado como un ser hosco, abyecto, incapaz de despertar simpatía alguna… y culpable. De esta manera, se ofrece una reflexión y se sirve un debate desgarrado, sin concesiones a la frivolidad, sin subterfugios para la buena conciencia. Un reo empático, la duda sobre un posible fallo judicial, la coartada de una infancia miserable, apelarían a las más taimadas emociones del espectador embarrando, de esta forma, la esencia del debate sobre la condena capital.

Fuera de la pantalla no tenemos un guion preocupado de separar el grano de la paja, de cerrar salidas cómodas, de evitar caricias en el lomo. Así, cada vez que se abre un debate de fondo, nos encontramos con respuestas autocomplacientes, mutis por el foro o trampas dialécticas para que parezca que se opina que sí cuando se dice que no. El penúltimo, el de la libertad de expresión. Defender que alguien exprese lo que considere, por desagradable u ofensivo que resulte a otros, cuando ese alguien nos sea simpático, cuando estemos de acuerdo con lo que dice -aunque nosotros no nos atreviéramos a tanto-, cuando asumamos una cierta cercanía por más que entendamos que se ha pasado de frenada, no es defender la libertad de expresión sino mera autocomplacencia. Cuestionarlo, por antipatía, desacuerdo o lejanía, pone en un brete –por más retruécanos en que uno se ampare- una pretendida defensa de tal libertad.