lunes, 4 de abril de 2016

HE SIDO YO, HE SIDO YO


Empecemos por el final. Lo que otrora, no hace tanto, se tuvo, pongamos por caso la estabilidad laboral acompañada de unos ciertos derechos, de repente, se ha esfumado, no es más que un vaporoso recuerdo. La gente sufre impávida estos reveses como si nada pudiera hacer; como si la solución, de haberla, estuviera en manos de otros. Asisten desesperanzados, observan los acontecimientos con absoluto descreimiento, no albergan sensación alguna que les haga intuir que algo, lo que sea, pueda voltear la situación. Sus rostros denotan cierto hartazgo, incluso se podría decir desafección. Lo que podría haber parido rabia ha engendrado, sin más, anonadamiento. Ya ni se piensa en cómo fue antes, en cómo pudo haber sido. Ni, por supuesto, se cuestiona cómo se ha llegado hasta aquí. Insertos en esta situación, cualquier cosa que la mejore -o la prometa mejorar- se convierte en el clavo en el que se agarra la esperanza. Cualquier cosita, un pequeño cambio, se celebra como si fuera la panacea. Los que se consideran a sí mismos protagonistas necesarios para haber obtenido esas migajas se enseñorean ufanos dispuestos para recibir los aplausos del tendido. Hasta que, ya en frío, caemos en la cuenta de que lo que se ha conseguido, todo lo más, es celebrar que no se va a mucho peor.