El tiempo no tiene intención de detenerse. Así, a lo tonto,
han pasado 10 años desde que a mediados de mayo de 2011 un puñado de plazas
urbanas se convirtiera en espacio indefinido de protesta. Indefinido en el
tiempo -no constaba un fin de los asentamientos- y en los anhelos y esperanzas
de los miles de personas que alzaron su voz –al fin y al cabo, la indignación
que servía de amalgama responde a lo que se refuta, no presenta una
alternativa-. Mucho se ha escrito de lo que fue y lo que supuso. No faltan
textos que lo elevan casi al nivel histórico de un posmoderno 1789 francés. Otros
denotan que la intensa puesta en escena se difuminó hasta perder los perfiles
iniciales. Alguno lo presenta con los rasgos etéreos del valentón protagonista
de un soneto cervantino “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Y no puede faltar un buen puñado de miembros de la generación que
descubrió entonces las perfidias del mundo adulto, estos acrecientan el valor
del hecho hasta definirlo como un hito fundamental en la historia, sin ser
conscientes de que lo fue, pero en la suya particular. Son relatos de ritos
iniciáticos que elevan a sus protagonistas a la categoría de héroes.