lunes, 3 de febrero de 2003

DONALD EN LA VIEJA EUROPA

Existen personas cuya biografía es un predestino desde el momento en que sus padres les marcan con un nombre. Es el caso del secretario de defensa estadounidense, el señor Rumsfeld, Donald. Una vida dedicada a honrar a su homónimo: Donald, Pato. Ese polichinela metepatas –nunca mejor dicho-, de verbo ininteligible y que no pierde ocasión de pisar un charco con tal de salpicar. Ambos cuentan con la ventaja de saberse inmunes ya que sus respectivos guionistas conspiran para que los acontecimientos discurran acorde sus intereses; trazan una maniquea semblanza de los figurantes de la historieta: una horda de islamocomumunistas malos con petróleo que sueñan con apropiarse de todo y, para salvar al mundo –a pesar del mundo-, unos patitos buenos a los que dotan del potencial que ceden las viñetas a sus  héroes con objeto de cerrar, invariablemente victoriosos, cada aventura para mayor gloria de las arcas del Tío Gilito. 
En su última correría intenta recabar el apoyo de Europa y al no conseguirlo, desairado, la desprecia “Vieja Europa”. Insulto que aquí recibimos con halago, la joven Europa  fue un manantial de caudalosos ríos de muerte, un desgarro rojo, un campo de batalla de guerras sin fin que gestaron imperios a costa de la vida de millones de hombres. Hemos aprendido que los golpes inocuos del cómic se reparan en la viñeta siguiente pero la sangre derramada no vuelve a corretear por vena alguna.