Luisa levanta la cabeza y
observa, obnubilada, la imponente Torre Eiffel. Ella no podría explicar cómo se
mantiene en pie ese monstruo de hierro con sus 330 metros de altura. Desconoce
el año en que se realizó la Exposición Universal para la que fue concebida, ni
siquiera tiene conocimiento de que hubiera habido una exposición universal. No
sabe ni una palabra de francés, ni conoce la historia del palacio en el que se
asienta el Museo del Louvre, ni sabe que fue eso de la comuna de París, incluso
sería incapaz de decir cómo se llama el Presidente de Francia.
Luisa gira la cabeza, frente
a sí se levanta una colina en la que destaca una iglesia muy blanca. Su hija le
ha repetido varias veces el nombre de la colina, “Montmartre, mamá, Montmartre”.
Decide ir, la mañana es agradable y no está muy lejos. Camina hacia allí con la
intención de entrar en la iglesia. Pasea por las mismas calles que pisaron
Picasso o Modigliani, pero eso ella lo desconoce. En realidad desconoce quién
era Modigliani. De Picasso sí podría recordar haber oído el nombre alguna vez. Una
vez dentro de la Basílica del Sacré Coeur, deja la sillita en la que su nieto
duerme plácidamente, se sienta en un banco y cierra los ojos. Una lágrima va haciendo
camino entre los pliegues de su piel. Antonio, su marido, que nunca pisó París,
que se fue sin conocer a su nieto, se hace ahora presente.
Allí, tan lejos del pueblo
en el que desarrollaron toda su vida, Luisa va coloreando con emociones sus
recuerdos: la gris miseria, la blanca ilusión, la verde esperanza, la negra
muerte. Su trabajo en el campo, el abandono de la escuela sin apenas haber
pasado por ella, sus cinco hijos sacados adelante, una casa por fin digna de
tal nombre…
No, no se puede decir que
Luisa y Antonio hayan pertenecido a la generación mejor formada de este país.
Pero sin carreras, ni másteres, ni más idioma que un castellano que apenas
podían escribir, fueron capaces de construirlo desde los escombros.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 5-07-2012