Aún era pronto, la comida estaba hecha y a las dos de la tarde de
cualquier domingo la vida rebosa en las
calles de la Victoria. Es cierto que menos que antes porque los barrios, al
igual que las personas, envejecen irremisiblemente. Quienes, cuando llegué hace
un cuarto de siglo, año más, año menos, caminaban henchidos dando la mano a sus
vástagos, se apoyan ahora en un bastón. Aquella muchachada, buena parte, ha
tenido –burbuja mediante- que comenzar su vida adulta en los pueblos del alfoz,
cuando no más lejos o mucho más lejos. Niños aún se ven, claro, pero muchos
menos. El barrio envejece pero no pierde, al menos mientras las piernas
aguanten, la buena costumbre de salir a la calle.