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Foto El Norte |
Pretendía volver a casa de mis padres para
pasar la Nochevieja. El tren me acababa de dejar en aquel pueblo, pequeño ma
non troppo, a unos veinte kilómetros del mío. Como hacía tiempo que no había
tomado esa ruta, quise asegurarme y pregunté al primer vecino con que me crucé.
-
Es ya de noche, hace mucho frío y hay no menos
de una docena de kilómetros, ¿no será mejor que llame y le vengan a buscar en
coche?
Creo que mi sonrisa fue
suficiente para convencerle de que la decisión estaba tomada por más que el sol
se hubiera escondido unas horas antes y de que fuese la víspera de fin de año. El
hombre estiró el brazo y con su dedo me indicó el camino.
-
¿Ve usted esa ermita? Bien, pues llegue a ella y
una vez allí tome el camino que sale de frente. Siga usted todo recto, no tiene
pérdida.
Eso hice, pero no debió
de ser tan así pues al poco me topé con el brocal de un pozo que ponía punto
final al camino. Era obvio que me había equivocado, que en algún punto había
perdido la línea recta y me había desviado. Media vuelta. Volver al punto de
partida no suponía riesgo alguno, los destellos de las luces de las farolas del
pueblo de partida eran visibles a esa distancia y me servirían de guía, no
cabía pues la posibilidad de quedarme perdido en tierra de nadie.