![]() |
Polvo, humo, niebla, el ambiente se llena de palabras sin
apenas peso que impiden ver. El debate, los debates. Pasaron y el paisaje quedó
como cuando se despeja la polvareda levantada por un coche en un camino: mucho
ruido antes, después todo más o menos exactamente igual que estaba. Sí, entiendo
el revuelo de los días de víspera, a este tipo de debates les ocurre, al estilo
de la propia democracia, que son el peor formato a excepción de todos los
demás. Vamos, que dado el paño, ¡y madre mía, qué paño!, no hemos sido capaces
de encontrar un modelo mejor. Al menos obligan a los candidatos -un ‘los
candidatos’ en masculino, masculino; sin nada de genérico- a confrontar sus
programas frente a sus adversarios con nosotros como testigos en la distancia.
Antaño, quizá por la novedad, tal vez porque en los
protagonistas aún existía un punto de candor que se fue perdiendo cuando las
sucesivas hornadas de asesores limaron las aristas de los debates y los
debatientes, tenían alguna gracia, algún valor añadido. Hoy por hoy, pasado el
tiempo, erosionado el modelo, resabiados los contendientes, han quedado como un
triste escaparate en el que se exhiben sonrisas enlatadas, poses preparadas,
latigazos ensayados, productos ultracongelados.