Los
niños sueñan que algún día recorreran el mundo y vivirán mil y una
peripecias. Después, viene en el lote del crecimiento, muchos se
tuercen, asesinan al aspirante a explorador y se conforman con un coche
más grande, una casa mayor y más dinero en el banco. En otros muchos
casos, al menos en momentos como este, Indiana Jones muere de muerte
natural porque la retórica del final de mes emborrona la lírica. Los
niños estudian y cuando abren el libro de Historia quieren ser el
Cristóbal Colón o Isabel de Castilla, Catalina de Medici o Iván el
Terrible, ven mapas de otros tiempos en que las fronteras nada tenían
que ver con las actuales y aparecían nombres como Ribagorza o Imperio
Austrohúngaro, y maldicen la quietud del presente envidiando a los
protagonistas de aquellos convulsos siglos. Luego crecen y son
conscientes de que están vivos en medio de una época apasionante, que no
es necesariamente sinónimo de buena, en la que las líneas de los mapas
bailan a ritmo de rap, no se apaga una guerra y se ha encendido otra y, a
la par, el avance tecnológico ha propiciado más cambios en las formas
de hacer y pensar que en varios milenios anteriores. Hasta hemos visto
la renuncia de un papa, un hecho tan insólito, que el Cometa Halley ha
tenido tiempo de visitarnos ocho veces desde que se produjera el
anterior episodio semejante. Los niños quieren el mar con olas, cuando
dejan de serlo se lavan los pies en la mar calma.