domingo, 17 de abril de 2016

SEGUIR EXCAVANDO

El maestro Gila, en uno de sus monólogos cuando aún no se llamaban así, relataba la historia de su vida. Una historia de mucha pena, como le gustaba advertir. A vuelapluma, que no hay tiempo para más, transcribo uno de los episodios de esta azarosa biografía: «En la mesa éramos doce; a saber, nueve hermanos, mi papá, mi mamá y un señor de marrón. Tantos, que estábamos deseando que se casara mi hermana la mayor para que nos tocase más en el reparto, pero cuando se casó pasamos a ser trece y esperábamos a otro». Vamos, que en la familia de don Miguel, como en casi todas, se convertía en inexorable la Ley de la fatalidad de Murphy: si algo puede salir mal, no lo duden, saldrá mal. Puede sonar a gracieta, pero lo cierto es que, por unos motivos o por otros, cuando algo se tuerce parece que atrae a todas las desgracias de su signo. Parte de la explicación tiene que ver, solo en parte, con la percepción; esto es, que tal vez no sea así en realidad pero así lo percibimos ya que tendemos más a recordar esos males cuando llegan encadenados como cuentas de rosario que cuando suceden de forma aislada y se intercalan entre las buenas noticias. Sin embargo, también hay otra parte de la explicación que se asienta en los hechos tal y como son y es tan simple como que una mala noticia infiere en nuestro estado de ánimo de manera que nos predispone a malencarar los acontecimientos venideros. Sea, por ejemplo, una mala noticia en el territorio laboral, el ánimo decae, el ritmo adquirido se modifica, las relaciones personales empeoran porque a uno le apetece menos la tertulia y cuando le apetece se muestra más irascible y, entonces, es el resto el que se aleja. Podemos añadir que en tal estado es más fácil enfermar, etc, etc. Aun cuando te esfuerzas por romper esa dinámica, cualquier pequeño traspiés te devuelve a la penumbra.