
Cuando las cosas están por salir
mal, salen mal. Viene a ser como ir caminando borracho por una dehesa y que de
repente veas dos toros frente a ti. Sientes una temblequera en las piernas que
no sabes si atribuírsela al alcohol, al miedo o culpar a ambos, miras hacia
todos los lados y en algún punto encuentras dos árboles salvadores. Sales
corriendo hacia ellos, intentas subirte a uno de los árboles y eliges el que no
es y te empitona el toro que sí es. No sé si borrachos o no, pero ese efecto de
ver doble va siendo de uso común: miramos a un lado y vemos dos Reyes, miramos
al otro y aparecen dos Papas. ¿Cómo saber a cuál subirnos y quién nos puede
empitonar? Pues esta dualidad no sería problema para los aborígenes
australianos, para ellos el tiempo siempre es doble. Existe un tiempo que es el
que vemos pasar, en el que se enmarcan nuestras actividades, ese mismo tiempo
que Armando Manzanero pretendía inútilmente detener ordenando al reloj que no
marcase las horas. Pero para los originarios habitantes de esa gran isla,
existe otro tiempo de carácter espiritual, un ‘tiempo de sueño’ en el que se
forjan los valores compartidos y los elementos simbólicos de sus sociedades. Un
tiempo de sueño del que, futbolísticamente, la selección española se acaba de
despertar de sopetón. Claro, es que no hay manera de seguir durmiendo si
recibes dos bofetadas, una por mejilla. Los australianos, por el contrario, no
se pueden despertar porque no se han acostado, el balón esférico no les quita
el sueño ni se lo produce. O sea, que estamos ante un partido que más bien se
parece al encuentro a las siete de la mañana en medio de cualquier calle entre
un grupo de chavales y otro de monjas. Los primeros vuelven a casa tras una
larga noche, las segundas, recién levantadas, acuden al rosario de la aurora.
Coinciden en el mismo lugar y al mismo tiempo, pero es pura casualidad.