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No recuerdo ni a quién ni donde leí aquella frase que en sus
pocas palabras concentraba toda una lección de historia: “Cuando la Revolución
Francesa se hizo, la Revolución Francesa ya estaba hecha”. Vamos, que ese decenio comprendido entre 1789
y 1799 no fue sino el corolario de una serie de procesos que se fueron
alargando a lo largo de la segunda mitad siglo XVIII; que aunque marquemos la
imagen de la Toma de la Bastilla como ese punto académico que pone fin al capítulo del Antiguo Régimen
y abre la Edad Contemporánea, fueron las razones aportadas por los Ilustrados
las que socavaron el viejo edificio. La Revolución no fue más que el viento que
derrumbó un edificio previamente carcomido. Si un periódico de aquella época hubiera tenido a bien entrevistar a Diderot o Montesquieu,
sus contemporáneos, para leerla, habrían tenido que avanzar hasta las páginas
de la sección de Cultura. En las de política, mientras tanto, habrían ido dando
cuenta de las pequeñeces del día a día. Hoy, aquellas menudencias de la
política cotidiana nos resultan apenas intrascendentes; tomamos por ciegos a
quiénes no fueron capaces de entender que se acababa el mundo en el que vivían
-ejemplificado por ese “si no tienen pan que coman tortas” atribuido a María
Antonieta meses antes de perder literalmente la cabeza-, de forma que actuaban
como si nada fuera a cambiar nunca, como si las estructuras fueran eternas,
imperecederas y entendemos que en las páginas escritas por aquellos autores es
donde se hablaba de política en mayúsculas.