Tras innumerables visitas a su pasado, a su propia
niñez, Ana María Matute ha regresado al momento anterior, al abismo de la nada.
Queda lo que de ella queda, pero ella ya no. Permanece lo que escribió de sus viajes
“la infancia no es una etapa de la vida: es un mundo completo, autónomo,
poético”, un mundo, el de la inocencia, que nunca se pierde completamente.
Seguirá vivo el vehículo en el que emprendía estos viajes “La palabra es la
alarma de los humanos para aproximarse unos a otros. La palabra es lo más bello
que se ha creado. La palabra es lo que nos salva”. La que nos salva, dice Ana
María, la que nos puede destruir, añadiría yo. La palabra es esencialmente lo
humano y por tanto en ella cabe el amor y el odio, la vida y la muerte, con
ella se puede caminar desde lo heroico a lo mezquino. Desde la perspectiva de
la escritora, un ser humano mirado individualmente está sometido a unos cambios
necesarios aunque nunca se levante del todo de su asiento infantil. Pero, a la
vez, visto en su globalidad, el ser
humano queda empequeñecido por una
evidencia: la incapacidad para evolucionar. Ha evolucionado la tecnología, escribió
Matute, pero el hombre sigue llorando como en la Edad Media, sigue odiando,
sufriendo y muriendo de amor como Aranmanoth. Han cambiado las formas externas.