El bamboleo
inquieto del Prestige, segundos antes de afincar en el reino ignoto de
Neptuno, presagiaba malos tiempos para
el dogma del déficit cero. Ese mito impostor, otro más en la lista de los que
pretenden enterrar la política en aras de una aséptica idea de gestión, se ha
ido al garete hundiéndose en las mismas fosas atlánticas que el desvencijado
petrolero. Las olas negras arrastraban con su fango la incapacidad cómplice del
gobierno que pretendió convertir al estado en mínimo social arropado en máximas
banderas o palios. Han dedicado seis años a espantarnos de la política, seis
años con la cantinela de la reducción de impuestos y la eficacia de la gestión;
mas la gestión sin política es administrar una casa que no existe, es conducir un tren por donde no hay vía. Un
país no puede funcionar a golpe de voluntarismos ante la ausencia de recursos
asignados a paliar catástrofes anunciadas por reiteración. Haber pensado en esta
posibilidad no es fatalismo sino previsión y prevenir cuesta dinero, pero mucho
menos que curar. El dichoso buque nos debe abrir los ojos: si queremos
enaltecernos colectivamente hemos de recuperar las prácticas comunes: la
política; si anhelamos progresar como sociedad hemos de ser conscientes de
nuestras carencias y paliarlas, aun endeudándonos razonablemente: nada distinto
de lo que se hace individualmente cuando se compra un piso.