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Imagen tomada de laprovincia.es |
La historia con demasiada
frecuencia nos muestra que la diferencia entre un héroe y un vil asesino la
traza el hecho de vencer o salir derrotado, de conseguir o no los propósitos en
que ambos se escudaron para legitimar el ejercicio de su violencia. Por desgracia,
esta violencia se mantiene –casi siempre- hasta que uno, el héroe, consigue el
triunfo y, el otro, el villano, es derrotado.
Los etarras que han
escenificado el final de una trayectoria que la realidad multicausal ya había
puesto coto no han hecho otra cosa que rubricar el acuse de recibo de su ya
descontada derrota. El hecho se produjo en medio de un generalizado desprecio
-bien desprecio como tal, bien indiferencia- provocado en mayor medida por su
fracaso que por los medios utilizados para conseguir sus fines. Imaginen que el
epílogo hubiera sido diferente, que sus aspiraciones hubieran logrado
imponerse. Hoy serían héroes, padres de la patria, mártires que sacrificaron su
vida en pos de un sueño, cuyas biografías vendrían honradas con grandes letras,
cuyos nombres figurarían enorgullecidos en las placas que nos avisan de la
denominación de plazas y calles. Y eso hubiera sido así aunque su ignominiosa
lista de cadáveres no se hubiera agotado en los mil, sino que hubiese llegado a
los cientos de miles.