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La democracia no es más que un, por más que complejo, simple
ejercicio de abstracción a la manera de un mapa: un papel en el que se han
trazado líneas y escrito indicaciones que nos sirve para tener una somera idea
de dónde nos encontramos, para saber cómo movernos dentro de un determinado
territorio si queremos avanzar hacia algún sitio. Un papel que se conserva en
la medida en que es cierta la relación entre el dibujo y la realidad, entre lo
que entendemos y lo que es. Si, cuando creemos estar a punto de alcanzar una
plaza arbolada tras haber seguido las directrices pautadas en el mapa, nos
encontramos en un gris callejón sin salida, maldecimos en alto, hacemos del
papel una pelota y la pateamos. La democracia es así de delicada, cuando el
trazo deja de representar la realidad, la desconfianza hace nido en el hueco. El
plano se vuelve papel inútil y nos colocamos al albur de cualquier patada que
lo lance a la nada.