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Foto "El Norte" |
De niño, como casi todos, fantaseaba con ser futbolista, con
que lo era. Tanto en los partidos mixtos que jugaba en los recreos con mis
compañeros de escuela, como cuando pateaba el balón solo en el corral de casa,
narraba -de forma desmesuradamente hiperbólica, claro- mis hazañas. Así, el
patio de la escuela bien podría ser Maracaná y el disparo contra la trasera
cualquier martes a las seis y pico de la tarde, el lanzamiento a puerta en el
último minuto de la prórroga de la final de un Mundial que España acababa de
ganar con ese postrer gol mío. Más aun cuando el ayuntamiento mandó hacer al
herrero un par de porterías reglamentarias y las colocó bien asidas al suelo en
un terreno frente a las escuelas. La ilusión se nos desbordó, fue tan grande como la frustración sobrevenida el
maldito día que el ayuntamiento, por la denuncia de una medio rica de la
comarca que tenía unas tierras al lado de nuestro ‘estadio’, hubo de
retirarlas. Nunca insulté, ni lo volvería a hacer, con tanta rabia, desde tan
dentro, como cuando, al poco, ella pasó a mi lado con su coche.