viernes, 28 de abril de 2023

UN MURO POR DERRIBAR

De repente, todo se ponía de cara. Pero cuando no hay hábito, cuesta saborearlo, disfrutar el momento, regarlo para que la buena noticia enraíce. Algo habrá de ocurrir que nuble la tarde. Los lóbregos presagios de los humildes son hijos de la costumbre, nietos de la estadística. Sabemos que suele ocurrir, tememos que ocurra y, de habitual, ocurre. Ocurre porque ocurre, porque compramos los números en la rifa del que ocurra, porque el miedo allana el camino al suceso. Era el día. Ganar al Valencia suponía, a falta de colgarlo en la percha, dejar preparado el traje de la permanencia.

De repente, todo se puso de cara. Con el partido por descorchar, un error grosero de Diakhaby , uno de esos de los que no caben tres en una liga, ofrenda a Larin el presente del gol. Ocho puntos de distancia al precipicio del descenso. Siete partidos pendientes en los que el sufrimiento se habría evaporado. No es propio de la afición pucelana acudir relajada al estadio. Mucho tendría que estirarse la memoria para encontrar un sosiego tal. Vivimos sin terminar de alcanzar esa placidez, como si al levantar la vista la fatalidad nos condenase a cantar con el Bambino Miguel Vargas Jiménez «Ahí está la pared que no deja que nos acerquemos». Herencia de hijos de campo. La cosecha pinta bien, ya verás como cae alguna granizada. Y cayó. Cosas de la vida, cuando menos se esperaba, de la forma menos prevista y con el intérprete menos habituado a protagonizar. Sería sencillo apuntar el yerro del portero como germen de la derrota que a la postre se consumó.

Tal vez sea yo el que yerre, pero observando con detenimiento el gol encajado, me resultó más consecuencia que causa. El miedo allana el camino al suceso. El miedo o la falta de determinación. Al Pucela bien le venía el resultado. Y contemporizó. El rival estaba desquiciado. Basta entender el pánico que supone en nuestra ciudad el riesgo de descenso para extrapolar y adivinar la conmoción en la ciudad del Turia. Era el momento. El equipo, sus jugadores, por falta de costumbre se desenvuelven mal en estas tierras de la supervivencia. La afición, habituada a otras peleas, se embravece sin saber muy bien hacia dónde lanzar el fuego interior que les calcina. El club, cuestionado y distante. La amalgama conformaba una yesca presta para prender. Yesca que no ardió porque el Pucela fue esponja donde correspondía pedernal. En vez de frotar, esperó a que flameara por sí sola. En una de esas, Masip, por dilapidar unos segundillos, pretendió que el balón se escapara y lo dejó ir sin percatarse de que la dirección que llevaba apuntaba al interior de la portería. Tras no abrasarse, el Valencia entró en ebullición. Y terminó quemando al Pucela y embriagándose celebrando uno de esos instantes que pueden convertirse en fotografía histórica, en la página uno del relato de un resurgir. Un veinteañero de la cantera, esa que se convierte en virtud cuando la necesidad apremia, detiene la caída de la curva, traza el punto de inflexión, reilusiona y funde equipo y afición.