domingo, 11 de octubre de 2015

RARO, RARO, RARO


La semana venía rara. Los mensajes previos alzaban la mirada mucho más allá de la concordia. Hablaban de algo que sonaba más potente, que atizaba más a los sentimientos que a la razón, hablaban de hermandad. Sonaba tierno, pero, me temo, que es otra de esas trampas en las que, por exceso de buenismo, cuesta detectar. El fútbol es una representación simbólica, una escenificación incruenta de un conflicto en el que se enfrentan dos partes que pretenden ganar una batalla. El valor de la representación es que es, como el teatro, como la literatura, mentira. Que no debe pasar de ahí, de los límites del campo. Los aficionados de un equipo y otro son -deben ser- conscientes de esa realidad y, a partir de ahí, respetarse. Las peleas entre aficionados son, por eso, espectáculos vergonzosos y denigrantes. El aceite que lubrica el disfrute de la escenificación es la concordia. La hermandad, ese vínculo de mayor grado, nos baja las defensas cuando, en realidad, traza un camino peligroso. Supone entrar en la lógica de los aficionados más violentos. Estos vínculos de sangre con aires de película de mafiosos, estas relaciones que nos retrotraen a históricas hermandades creadas para apalear al de fuera, siempre se hacen contra otros. No es la concordia entre las distintas aficiones sin distinción, sino la separación visceral entre unos y otros. Hermanarse con unos supone, irremisiblemente, enfrentarse a otros. No invento nada, no hace tanto lo vimos en los aledaños del Calderón. Los ultras hablan de hermanos y el resto caemos en este discurso como primos.