Haciendo una somera
recopilación de las ventajas que el alcohol aporta a quien lo consume,
el gran Leo Harlem nos explicaba en uno de sus monólogos cómo el exceso
etílico nos provoca raudos cambios de opinión: ‘aquella chiquilla que no
parecía gran cosa, después de seis pelotazos cómo se ha puesto la
princesa’. En esta sociedad en la que estamos anclados, no necesitamos
esa media docena de copazos para pasar de defender airadamente una cosa
a, poco más tarde, postular tercamente por la contraria. Al final,
bebidos o no, nos conducimos socialmente como borrachos, curveando la
trayectoria, empecinados en una trazada incorrecta y manteniendo un
equilibrio inestable hasta caer definitivamente. Es tan fácil el acceso a
la información, es tan inabarcable la que se nos ofrece, que al final
sentimos la carencia de una visión global que nos permita impregnarnos
de unos valores más sólidos y estamos más expuestos a la propaganda y,
por ende, a la manipulación. El filósofo polaco Zygmunt Bauman definió a
nuestra época como la de la modernidad líquida en la que las opiniones
tienen la misma vigencia que las camisas, estas para esta temporada,
aquellas para la que viene. Esperando que los ‘gurús’ de la moda nos
digan cuáles son estas y cuáles aquellas.