
Escribía la semana
pasada que nuestros dirigentes (o aspirantes a serlo) no hilan dos frases
seguidas sin agarrarse a la palabra ‘ciudadanía’ o sin apelar a los ciudadanos
y las ciudadanas. Los unos, los de las organizaciones más ‘viejas’, lo utilizan
simplemente como recurso, es su manera de atrapar voluntades con un sustantivo
que resulta inocuo, que engloba a todos sin apuntar a ninguno. Es una simple
forma de hablar. Para los otros, los de estos partidos de más reciente creación,
el ciudadanismo es un concepto en el que asientan toda la potencialidad de su
discurso. A pesar de su uso actual, el manejo de este término viene de lejos.
La escritora Rosa Luxemburgo ya lo analizó en clave crítica allá por el año
1900 en su obra ‘Reforma o revolución’ donde venía a decir que “La palabra “ciudadano” sin distinciones (…) identifica al
hombre en general con el burgués, y a la sociedad humana con la sociedad
burguesa’. O sea, que la apelación a la ciudadanía no es más que la base de un
discurso interclasista en el que se pretende hacernos creer que todos somos lo
mismo, que si las cosas van bien para uno, consiguientemente, irán bien para
todos; que esto se arregla (como ocurre en las conjuras de un equipo de fútbol
cuando se reúnen tras una derrota) haciendo invocaciones del estilo ‘remar
todos hacia el mismo lado’ y ‘apretar los puños’.