No
hace tanto, o quizá sí, de aquellos tiempos en que sólo había dos
cadenas de televisión. Podíamos elegir entre la primera y la uhacheefe
pero rara vez lo hacíamos porque estábamos la mayor parte del tiempo en
la calle. Cuando llegábamos a casa era para cenar y dormir. Menos los
viernes que, al no haber escuela al día siguiente, se ensanchaba un
poco, no mucho, la manga y, tras la cena, veíamos el Un, Dos, Tres.
Entre preguntas y canciones, entre multiplicaciones y calabazas,
aparecía, cada día con un disfraz, Antonio Ozores. Hablaba pero no se le
entendía y de eso hizo profesión. Arrancaba carcajadas con un humor con
un cierto barniz surrealista. Sus absurdos monólogos quedaron
almacenados en mi subconsciente de tal forma que ese recuerdo aparece
cuando escucho a muchos santones de la política o de la economía. Hablan
en un lenguaje tan artificioso que resulta ininteligible, sus
explicaciones del por qué pasa lo que pasa, son como las intervenciones
de Antonio Ozores pero sin hacer reír. Lían sus discursos como un gato
una madeja. Podríamos pensar que no somos lo suficientemente listos para
comprender pero no es el caso, en realidad ocurre que han encontrado un
lenguaje capaz de engullir palabras sin aportar nada, un idioma en el
que pueden decir a la vez so y arre y convencernos de la coherencia de
las dos órdenes dadas al mismo tiempo. De esta forma evaden su
responsabilidad, esconden los errores de sus análisis previos y, sin
rubor, se erigen en portavoces de la única verdad verdadera. Pero
resulta que su oficio es –debería ser- el contrario: explicar con
nitidez las cosas que afectan al común para que pudiéramos decidir con
un criterio más formado. Pero date, eso nos convertiría en más soberanos
y menos masa. Luego no (les) conviene.