Blog sin más pretensión que la de poner un poco de orden en mi cabeza. Irán apareciendo los artículos que vaya publicando en diversos medios de comunicación y algunas reflexiones tomadas a vuelapluma. Aprovecharé para recopilar artículos publicados tiempo atrás.
El verano de dos mil once miraba
de frente a su fin, las puertas de los colegios estaban ya entreabiertas y mi
periplo en bicicleta por Portugal había concluido esa misma tarde sabatina en
las calles de Valença do Minho. Las pocas pedaladas que aún habría de dar
servirían para cruzar el puente que atraviesa el río fronterizo que da nombre a
la ciudad que despedía y poner pie en la gallega Tuy. Una vez allí podría tomar
algún tren que me devolvería a casa. Pero resulta que el tren esperado no salía
hasta las siete de la mañana del día siguiente y no pasaba por la estación situada
en la ciudad sino en otra que, aun perteneciendo al mismo municipio, estaba ubicada
en la parroquia de Guillarey. Ni el tiempo de espera, ni la distancia suponían,
a priori, ningún inconveniente. La espera se lleva bien cuando es sábado por la
noche y la distancia era de cinco escasos kilómetros, apenas nada para quien
viene de recorrer casi mil a golpe de pedal. Pero ese estrambote escondía una
sorpresa, unos cientos de metros que atravesaban un bosque en el que las copas
de los árboles de un lado de la carretera besaban a las del otro. La oscuridad
era absoluta, solo la luz del foco de la bici me permitía vislumbrar el borde
de la carretera. Pudieron ser tres o cuatro minutos los que tardé en
atravesarlo, pero hubo tiempo más que de sobra para comprender las innumerables
leyendas sobre meigas que en Galicia se han parido. La Santa Compaña acechaba
tras cada árbol, entendí lo que era el miedo a la nada, el irracional. El miedo
es un resorte del instinto de supervivencia del que no nos hemos despegado ni
siquiera cuando la razón ofrece argumentos para no tenerlo.