En aquella Francia aún sin preñar de revolución, el
aristócrata François de la Rochefoucauld escribió un libro titulado Reflexiones o sentencias y
máximas morales. Una de esas sentencias afirma que la hipocresía es un homenaje
que el vicio rinde a la virtud. O sea, que aparentar lo bueno aunque se actúe
de forma opuesta es el reconocimiento implícito de que se está obrando mal. A
vista de pájaro, mientras volaba sobre Melilla camino de Johannesburgo, Mariano
Rajoy pudo vislumbrar esa valla que su gobierno decidió adornar con cuchillas
con la intención de desactivar la voluntad de saltarla, pero la voluntad puede
más y las cuchillas siegan extremidades. El avión aterrizó y su presencia allí,
en la lejana Sudáfrica, quería ser, o eso se daba por supuesto, un homenaje a
ese hombre que, durante casi treinta años, apenas pudo ver el sol porque se lo
habían robado. Nelson Mandela nació siendo negro y optó, sin dejar de serlo,
por ser rojo, por ser de un rojo que abarcase todos los colores del arco iris
menos los que sirvieran como excusa para cercenar la libertad del último
hombre, de la última mujer. Allí, homenaje que rinde el vicio, estaba el hombre
de las cuchillas.