Seguro que se acuerdan de aquellos años en que cada día en la portada de
los periódicos de esta ciudad, de cualquier ciudad, aparecía la foto de un
alcalde o un presidente de la Comunidad inaugurando un puente, un aparcamiento
o unos kilómetros de autovía. Sí, venga, hagan memoria, no hace tanto. Se
acuerdan, seguro, de cuando en los presupuestos de cualquier institución
sobraban los ceros a la derecha y todo se podía hacer o, al menos, hacer creer
que se podía. La ciudad que no tenía aeropuerto pedía uno; la que no tenía
línea del AVE, la exigía –tenemos derecho, decían, faltaría más-. Los debates
que se lanzaban entonces al aire eran más de índole geográfica que económica,
la cuestión no era si se necesitaba y por cuánto nos saldría un, pongamos por
caso, palacio de congresos sino cuál sería la ubicación ideal o, en todo caso,
cómo tendría que ser de grande. Seguro que, de la misma manera, recuerdan que
en las vísperas electorales, el sentir que se palpaba era de una aquiescencia
general que se transmitía con aquellas frases que se repetían como coletillas en
cada rincón: “El alcalde habrá hecho cosas mal, pero ¡qué bien ha dejado el
centro!, ¡qué limpia tiene la ciudad!”. Los prebostes exhibían ufanos su
balance constructor y volvían a ser reelegidos una y otra vez. De tanta palmada
real o metafórica, buena parte de ellos llegaron a creerse su propia mentira,
la de que gestionaban bien. En realidad, simplemente, administraron la
abundancia y sobre ese hecho circunstancial, unos medios más que adecuados, se
deberían realizar los balances. Quienes llegaron después a ocupar los sillones
de las distintas alcaldías, por el contrario, tuvieron que lidiar con la
escasez y con las nuevas limitaciones legales que coartaban buena parte de la
autonomía municipal. Comparar un gobierno con otro basándose sin más en lo que
se construyó en cada época resulta, por tanto, ridículo. Cuando este modo de
cotejo parte de la boca de algún regidor anterior es, llanamente,
patético.