De repente le había
cambiado el semblante, ahora, mientras guarda su teléfono en el bolsillo de la
chaqueta, esboza la misma sonrisa que se le pone cuando gana un órdago al mus.
Hace apenas unos minutos gritaba a su auricular -y a toda la gente que en ese
momento pasaba por la calle- mostrando su indignación. Sois unos sinvergüenzas,
decía, me dijeron que ese servicio costaría equis y me han cobrado casi el
doble, me dijeron que no reducirían las prestaciones y cada día todo funciona
peor, no quiero seguir con ustedes, póngame, por favor, con el departamento de
bajas. Se hizo el silencio que duró unos segundos, después, no menos
enfurecido, volvió a repetir la misma cantinela. Así hubo tres o cuatro intentos, hasta que
consiguió acceder al servicio de bajas. Si bien al principio de esta última
conversación mantenía el enfado, su cara iba tomando, paulatinamente, un
aspecto más relajado.