Cuando
mugimos “gol” no nos ceñimos al significado de una palabra, participamos en una
orgía, un orgasmo popular. Si bramamos “hijo de puta” al árbitro de turno no
detallamos la profesión de su madre, buscamos un chivo expiatorio que absorba
nuestras frustraciones. Las palabras se trascienden a si mismas, nos desnudan
mostrando nuestras vergüenzas. Al brotar dejan de ser propiedad de quien las
pronuncia y delatan oquedad por más que se expresen pomposas en sobadas
liturgias, hipocresía cuando difuminada
su genealogía se convierten en cáscaras de lo que fueron, necedad, las palabras
desamparan al necio, colonización con hedor a idioma muerto... pero también son
la mielina que ayuda a expresar nuestros sentimientos, los músculos que
transmiten la fuerza de nuestros pensamientos. Son el instrumento requerido
para amenazar de muerte o declarar nuestro amor. Ese compendio de palabras y
normas que integran un idioma conforman nuestra herencia y nuestro legado. Ni
más ni menos que cualquier otro, tan digno como el de los sordos que reclaman
su oficialidad.
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