Por las atapuercas varias se escudriña con mimoso esmero el pasado en pos del vestigio que clave la punta del día en que el mono se hizo hombre. Ese antesdeayer camina asociado al uso de la palabra; pero no una palabra cualquiera. En las simas se escarba tras el vocablo “no” fundido al fósil de un humano. El uso del carbono 14 establece una cronología de los testimonios biológicos, pero la frontera que nos separa de la jaula del zoo se resume en dos letras secas, cortantes, agrestes, tantas veces tristes, educadoras. El “no” dibuja la brecha entre la pulsión instintiva y el esfuerzo de la razón.
La infancia es una meseta virgen, una
llanura fértil en la que arraiga cualquier siembra, un territorio sin tiempo
que perder pues, con el paso de los años, la semilla arraigada es maleza en un
terreno correoso imposible de escardar.
El mañana es pan que han de roer los que hoy
son niños; el presente les ha de proveer de una dentadura. La formación de un
niño -la adecuación de sus necesidades e intereses, la activación de sus
potencialidades, la inserción en un mundo complejo, la responsabilización de
sus actos- dejada al albur del viento es la base de una postrera miseria moral.
En nuestras sociedades el monocultivo del
economicismo más depredador impone modos de relación laboral que impele a los
progenitores a dimitir de su labor y esa grieta, como las de las rocas con el
agua, se ven henchir de televisión.
Algunos ilusos soñaron con las posibilidades
educativas del medio y erraron de plano. Una empresa sólo atisba beneficios y
su do re mi es más audiencia, más publicidad, más dinero. En televisión el
corolario es simple: más carnaza.
Entre la dejación de unos y la ausencia de
escrúpulos de otros la caja tonta es la perversa madrastra con la manzana
envenenada. La suma de horas ante una pantalla infecta de los impúberes se
aproxima a las que permanecen dormidos en las aulas y alguien pregona voces de
alarma. Voz en el desierto. Los operadores de televisión se comprometen a vetar
cuatro horas al día programas no aptos para menores. Un paso. Pisan la cola
pero dejan viva a la serpiente: la publicidad. Al amparo de la programación
infantil deambularán acicates al consumo desenfrenado, perversos mundos de
sueños felices perpetuamente insatisfechos, marcas que se clavarán como iconos,
una nueva religión. Perpetúa los clásicos roles masculino y femenino, pero aun
solventada la salvedad, las niñas y niños engullen sin masticar horas de
estímulo a sus instintos, reforzándolos hasta convertirlos en guía de su
conducta y tiranos de nuestras casas.
No oirán la palabra follar pero el flautista de
Hamelín les arrimará a la puerta del Gran Almacén. No sabrán decir “no”. La
vuelta al mono
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