El frenesí de realismo social expandido por
la Seminci se desparrama más acá del Puente Mayor. Poco menos de las diez de la
noche del sábado, una algarabía insólita reclama mi curiosidad. Con el subir de
la persiana, sin pagar entrada ni penar en cola alguna, ante mí una película
cuyo guión -una celebración gitana, un quítame allá esas pajas y el rosario de
la aurora- es digno del mejor Kusturica.
Personajes al filo del abismo cuya vida es
un manantial ardiente: los gitanos. Comparten nuestras calles, pero no les
conocemos. Forman una sociedad periférica al parecer inmiscible con la nuestra
y sólo sabemos de ellos de tanto en vez cuando por algún arrebato protagonizan
alguna página de nuestra prensa. Después tópicos y desprecio. Sin embargo son
admirables. En medio de una sociedad abotargada por el sinvivir cotidiano de
hipotecas y letras del coche, ellos viven al minuto y celebran a lo grande,
mañana no existe, lejos de aburrimientos profilácticos y preocupaciones
pecuniarias tiran la casa por la ventana y olé.
Para los payos la vida, como el dinero, se
ahorra a plazo fijo esperando el momento oportuno para sacar rédito o se cuida tanto que se la guarda bajo el
colchón en pos del momento -siempre futuro- idóneo para su gasto. Por si acaso,
quizá lo necesite. Pero la vida es una enfermedad incurable y no admite su
gasto a posteriori.
La pasión es la vida de un gitano, pasión no
por la vida sino por vivir. Castigados siempre, errantes desde mil
generaciones, han aprendido apostados al margen del camino a no disfrutar
mañana lo que puedan gozar hoy. Así son y nunca están solos, alegrías y penas
no se esconden en sus casas, se comparten; sus cuitas también, de alguna
tenemos noticias y sin más elaboramos juicios desde el desdén de nuestra
presunta superioridad.
Su sociedad dentro de nuestra sociedad sufre
ese vacío y se rebelan con un racismo a la defensiva, si no nos quieren no les
queremos. Para nosotros ser gitano es casi sinónimo de traficante generalizando
una realidad que atañe a muy pocos que, para más INRI, son el último y más débil
eslabón de esa cadena asesina.
Muchos de los valores de nuestra sociedad
aún no han calado en ellos, su pasión por la vida la perdimos en algún lugar de
nuestra infancia. Unos y otros debemos aprender y no lo haremos mientras
transitemos por rutas paralelas, esas que caminan juntas pero nunca se tocan.
Todo sea por una película con final feliz.
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